Conspiranoicos al gratín

Por JORGE SENIOR

Como si fuera poco todo lo que ha sucedido en 2020, este mes de junio nos depara un extraordinario fenómeno astronómico con un fuerte impacto sobre el planeta.  En pleno solsticio de verano del hemisferio norte, el 21 de junio se producirá un raro eclipse anular de sol, y debido a una tormenta solar habrá tres días de oscuridad en todo el mundo.  Este extraño fenómeno producirá intensas auroras boreales y afectará la ionosfera, lo cual podría dañar los satélites, interrumpir las telecomunicaciones y afectar aún más la economía, ya de por sí deteriorada por la pandemia.  Esta noticia científica (ver NASA) no ha sido divulgada por los medios de comunicación, pues los gobiernos temen que el pánico cause desórdenes y caos en las calles.

Si usted, estimado lector, se tragó el cuento del párrafo anterior, sintió miedo o al menos le generó alguna duda, significa que pertenece a la población vulnerable a la pandemia conspiranoica.  Si le produjo risa, o al menos una sonrisa, usted es un lector crítico que ya tiene antígenos contra la infección de fake news y “teorías conspirativas”.  En el ejemplo de arriba el veneno está en “los tres días de oscuridad”, una simpática profecía religiosa, algo que un bachiller sabe que no puede ocurrir (¿o será que no lo sabe?). Tampoco se pueden predecir las tormentas solares ni éstas tienen que ver con eclipses, un maravilloso fenómeno que no implica peligro alguno.

Creer que el virus no existe o que la pandemia es un invento, choca contra todo conocimiento geopolítico y sociopolítico.

El lector crítico también sonreirá con sano escepticismo ante las siguientes preguntas: ¿Es real el SARS-CoV-2? ¿Es de origen artificial? ¿Se trata de una guerra biológica? ¿Existe el Covid19 o es un invento? ¿Es la pandemia un macabro plan para un “nuevo orden mundial”, o una trama para vender una vacuna o para dominarnos con un chip o para matarnos con la 5G?  ¿Las estadísticas de contagios y muertos por Covid19 son exageradas o, por el contrario, son minimizadas ocultando las verdaderas? ¿El dióxido de cloro (o cualquier otra sustancia) es la cura plena de la patología, pero la Big Pharma quiere ocultarlo?  Ante tales preguntas, la mente vulnerable mostrará cierta predisposición a creer que nada es por azar y que todo obedece a un plan urdido por los malos contra los buenos. Y tenderá a exagerar las capacidades de la ciencia o a subestimarlas, según conveniencia, con tal de ver confirmado su prejuicio.

¿A quién le va a creer usted: a mí o a sus propios ojos?, preguntaba Marx, no Carlos sino Groucho.  La broma tiene carga de profundidad.  Ilustra perfecto la hazaña de los siglos XV al XVII, cuando un puñado de empiristas se rebeló contra el argumento de autoridad y el dogma, pariendo lo que se conoce como la revolución científica.  Pero el asunto no es tan sencillo.  Durante miles de años los humanos fueron terraplaneros, en perfecto acuerdo con lo que los ojos mostraban.  Probar la redondez de la Tierra, como hizo Eratóstenes hace 2.300 años, exigió observar mejor, no agudizando la vista sino el pensamiento, pues había que mirar y medir sombras y hacer cálculos. 

En los últimos 500 años se probó hasta la saciedad la redondez de la Tierra como verdad objetiva.  ¿Cómo es posible que haya en la actualidad creyentes en la planitud del planeta?  El lector podría hacer el mismo ejercicio que realicé para dilucidar este asunto.  Entrevisté a estudiantes universitarios y los desafié a refutar la tesis terraplanera sin ayuda de Google.  La mayoría no pudo ofrecer argumentos experimentales que se basaran en última instancia en sus propios ojos. En otras palabras, habían pasado por la escuela y aprendido que la Tierra es redonda o esferoide de una manera dogmática.  O como diría un fanático terraplanero, “fueron adoctrinados”. 

Y esa no es la única falla del sistema educativo.  Antes del presente siglo los niños tenían un escaso acceso a la información y el conocimiento.  La mayoría no tenía enciclopedias en sus casas y las bibliotecas en los colegios, si acaso existían, eran pobres en contenido.  Hoy llevan en el bolsillo mucha más información y conocimiento que la mejor equipada de las bibliotecas de antaño.  Pero en ese mismo bolsillo hay toneladas de basura, desinformación, mentiras y estupideces de toda índole.  Y mientras la buena información hay que buscarla activamente, la desinformación te llega sin esfuerzo gracias a las redes sociales, que se parecen a los arroyos de Barranquilla cuando llueve y arrastran cualquier cantidad de basura que gente irresponsable arroja en ellos.  Tanto que se precia el Ministerio de Educación de la enseñanza por competencias y los estudiantes no aprenden la más básica de todas en el mundo actual: saber filtrar la información, distinguir el grano de la paja.

Estas dos falencias, la enseñanza dogmática y la incapacidad de filtrar la buena información, son sólo ejemplos de una problemática más general del sistema educativo: no hay enseñanza – aprendizaje de pensamiento crítico.  Y si no hay pensamiento crítico, no hay ciudadanía.  En tal caso somos súbditos de la confusión, fácilmente manipulables, animales hackeables, rebaño sin inmunidad.  Ese es el caso del conspiranoico común, cuyo perfil psicológico es el de un crédulo que se cree incrédulo.  Por eso no suele ser creyente de una sola “teoría conspirativa”, sino de muchas. 

Empecemos por diferenciar dos tipos de conspiranoicos: el productor y el receptor.  Mientras el receptor es un ingenuo que no sabe que lo es, el productor es probablemente un avivato que saca ventaja de la ingenuidad de una audiencia y se lucra con ella.  Suele suceder que el conspiranoico productor de “teorías conspirativas” es un cínico que ni siquiera cree en ellas, pero aún si se cree su propio cuento, al menos es evidente que hay una racionalidad económica detrás y, a veces, política.  En contraste, el conspiranoico común es un receptor crédulo y un replicador acrítico, y como todo alienado juega para el equipo contrario al meterse un autogol.

Otra distinción es entre conspiranoias absurdas y plausibles.  Lo que caracteriza la conspiranoia no es lo estrafalario de la creencia, que es algo sólo aplicable en algunos casos, sino la narrativa del ocultamiento adrede, la conspiración, y el acto de fé en esa narrativa con independencia de las evidencias.  ¿Y acaso no existen conspiraciones reales? Claro que sí, pero el secreto sólo es posible en un número bajo de personas afines, las conspiraciones reales son puntuales, no perduran en el tiempo a través de décadas o generaciones, y son vulnerables a la investigación desde múltiples ángulos institucionales y geopolíticos. Los engaños masivos, como la religión o ciertas ideologías políticas, no son fenómenos que se expliquen como una conspiración.  El traje invisible del emperador es psicología de masas.

Creer que el virus no existe o que la pandemia es un invento, choca de frente contra todo conocimiento geopolítico y sociopolítico, así que se cae de su peso de entrada.  Pero creer que el virus salió de un laboratorio por algún problema de bioseguridad o que podría ser un artefacto, es decir, un virus modificado técnicamente tiene cierta plausibilidad y merece ser investigado.  El problema del conspiranoico es que no investiga sino que prejuzga, llevado por su pereza mental y compulsión de sospechar, y de ahí en adelante opera el sesgo de confirmación y se hace refractario a toda evidencia contraria que sea producto de investigaciones serias.  Prefiere creerle a un youtuber que a Nature. Su afán no es conocer la verdad objetiva sino confirmar su prejuicio a como dé lugar.

Algunas conspistorietas son inocuas, estrafalarias y hollywoodenses, como la invasión de los reptilianos, los extraterrestres del Área 51 o el lunático montaje de los alunizajes.  Pero hay otras que se basan en el temor a nuevas tecnologías desconocidas, exagerando sus riesgos o inventando efectos inexistentes. El problema en estos casos es que el ruido paranoide entorpece la deliberación pública racional y basada en evidencias.

En la primera mitad del siglo XIX se temía la velocidad de los trenes y sus posibles efectos en la salud, pese a que no rebasaba los 50 km/h.  Hoy esa historia da risa.  También sucedió lo contrario.  Por ejemplo, la pintura undark, que era radiactiva no generó desconfianza y se puso de moda en 1917.  Se la untaban hasta en uñas y dientes.  Una moda letal.

El riesgo tecnológico siempre debe investigarse y evaluarse.  Hay una larga historia de tecnologías perjudiciales para la salud y el medio ambiente, empezando por el uso de los combustibles fósiles.  ¿Cuántos muertos y heridos genera la industria automovilística por accidentes y contaminación local y global?  Pero las sociedades definen su cuota de riesgo aceptable y prefieren no prescindir de tecnologías útiles o cómodas. 

En la “guerra del ozono” entre 1974 y 1980 los científicos críticos de la industria de aerosoles y refrigeración tuvieron razón sobre el efecto de los gases CFC.  Y la historia también le dio la razón al científico Claire Patterson en su lucha contra el plomo en la gasolina (ver episodio 7 de la serie Cosmos, segunda época), el mismo elemento que había envenenado a los romanos con sus plomerías. Otro caso es el asbesto usado en la construcción y cuya prohibición en Colombia fracasó 7 veces en el Congreso hasta que por fin se aprobó en 2019 gracias a la presión ciudadana y las recomendaciones de la OMS.  Pero en todos esos casos son científicos los que prueban el efecto nocivo, no youtubers ni influencers, ni autores de libros con hambre de ventas

En contraste, el resultado evaluativo de las investigaciones científicas sobre la relación entre vacunas y autismo es negativo, el proyecto HAARP no tiene ni el poder ni la peligrosidad que se le atribuye y los chemtrailsson completamente inocuos.  También ha salido negativo el estudio sobre posibles efectos nocivos de antenas y torres electrícas.  Y con las 5G, una tecnología nueva que nada tiene que ver con la pandemia, las investigaciones están en curso sin que hasta ahora haya señales de algún efecto nocivo.  Sin embargo, debe investigarse más, no sólo en el aspecto físico y sus efectos en salud, sino sobre todo en las implicaciones sociales y políticas de la integración de un conjunto de tecnologías informáticas: lA, internet de las cosas, Big Data, robótica.

El campo de las llamadas “medicinas alternativas” es otro terreno fértil para “teorías conspirativas” estafadoras, que en este caso se mezclan con pseudociencias, un fenómeno diferente que tendremos que abordar en otra ocasión. 

En la segunda parte (próxima columna) desnudaremos algunas teorías conspiranoicas sobre la pandemia actual que se volvieron virales en 2020.  Mostraremos cómo se originan en grupos de extrema derecha asociados a sectores religiosos y militares. Y analizaremos por qué personas de izquierda tragan entero estas publicaciones y se convierten en idiotas útiles de la derecha al multiplicar su difusión.

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